En una revista del año 2005 apareció la siguiente anécdota del escritor Daniel Nyarirangwe:
«Después de veintiún años de matrimonio, descubrí una nueva manera de
mantener viva la chispa del amor. Hacía poco había comenzado a salir con
otra mujer. Eso fue idea de mi esposa.
»—Sé que la amas —me dijo un día tomándome por sorpresa.
»—Pero yo te amo a ti —le respondí.
»—Lo sé. Pero también la amas a ella.
»La otra mujer a quien mi esposa quería que yo visitara era mi madre,
que es viuda desde hace diecinueve años. Las exigencias de mi trabajo y
mis tres hijos habían contribuido a que sólo la visitara de vez en
cuando. Esa noche la llamé para invitarla a cenar e ir al cine.
»—¿Qué te ocurre? ¿Estás bien? —me preguntó.
»Mamá es el tipo de persona que supone que una llamada tarde en la noche
o una invitación sorpresiva es [o, son] indicio de malas noticias.
»—Creí que sería agradable pasar algún tiempo contigo —le respondí.
»—Los dos solos...
»Luego de pensarlo por un momento, dijo:
»—Me gustaría muchísimo.
»Ese jueves, después del trabajo, me sentía algo nervioso mientras
conducía el auto para recogerla. Cuando llegué a su casa, vi que ella
también parecía estar nerviosa. Me esperaba en la puerta con el abrigo
puesto. Se había rizado el cabello y llevaba el vestido con el que
celebró su último aniversario de bodas. Irradiaba una sonrisa como la de
un ángel.
»Les dije a mis amigas que iba a salir con mi hijo, y eso las
impresionó mucho me dijo mientras subía al auto—. Están locas por
enterarse de los pormenores de nuestra velada.
»Fuimos a un restaurante que, aunque no era elegante, sí era muy
acogedor. Mi madre se aferró a mi brazo como si fuera la Primera Dama de
la nación. Una vez que nos sentamos, tuve que leerle el menú. Ella no
podía leer más que letras grandes. Luego de que comenzamos a comer,
levanté la vista y vi que mamá me estaba mirando fijamente. Una sonrisa
nostálgica se dibujaba en sus labios.
»—Era yo quien tenía que leer el menú cuando eras pequeño —me dijo.
»—Ahora te toca a ti relajarte y permitirme que haga lo mismo —respondí.
»Durante la cena tuvimos una conversación amena, nada extraordinario,
sólo poniéndonos al día el uno al otro. Hablamos tanto que nos perdimos
el cine. Cuando llegamos de regreso a su casa, ella dijo:
»—Estoy dispuesta a volver a salir contigo, pero sólo si me dejas ser la que invita.
»—¡De acuerdo! —le contesté.
»—¿Cómo estuvo la velada? —me preguntó mi esposa cuando llegué a casa aquella noche.
»—Muy agradable —le respondí—; mucho más de lo que pudiera haberme imaginado.
»Días más tarde mamá murió de un infarto. Fue tan súbita su muerte que no tuve oportunidad de hacer nada para ayudarla.
»Pasado algún tiempo recibí un sobre con una cuenta del restaurante
donde había cenado con mi mamá. Tenía además una nota que decía: “Pagué
esta cena por adelantado. Estaba casi segura de que no iba a poder
acompañarte, pero igual pagué por dos comidas: una para ti y una para tu
esposa. Jamás podrás imaginarte lo mucho que aquella noche significó
para mí. ¡Te amo!”
»En ese momento comprendí la importancia de decir a tiempo: “Te amo”, y
de darles a nuestros seres queridos el tiempo que se merecen. No hay
nada en la vida más importante que Dios y nuestra familia.»
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